Yo no soy muy suelta de lengua y no crea que lo que le cuento a usted lo puedo decir por ahí, y menos en mi pueblo: se lo cuento a usted porque es una desconocida; si le contara a alguien de allá, en dos minutos estoy perdida. Yo vivo en una calle que da a la ruta; allí, mi marido y yo tenemos una estación de servicio; va bien, gracias a Dios; él es un buen hombre y no me deja faltar nada: tengo mi heladera, mi televisión y un cochecito usado: lo movemos poco. Los chicos se fueron a vivir a Venado Tuerto, para estudiar el secundario. Entre mi marido y yo atendemos la estación de servicio. Yo también atiendo la escuela: vengo a ser maestra, directora y portera, tengo en total diez alumnos. Donde vivo, son cuatro cuadras con casas; en invierno a las ocho de la noche están todos adentro. Y ahora que estoy lejos y lo veo desde acá, no me explico cómo pude vivir veinte años en ese lugar. Yo no tendría que extrañar, porque nací en un lugar parecido, cerca de la ruta; pasaban y pasaban los autos por la ruta y yo los miraba parada en una tranquerita, y deseaba tanto -inconsciencia de criatura- que algún auto me llevara. Yo no pensaba en ningún lado especial: cualquiera. Me paraba en la tranquera para que me vieran, y decía: «Alguien me va a mirar». Los autos pasaban como una exhalación y yo tardé mucho en darme cuenta de que nadie me miraba ni me iba a mirar, y cuando me sentí ahí plantada, sola, era como una especie de desilusión. Por eso, yo ya debía de haber estado curtida, pero al principio, cuando me casé, también me resentí. Me acuerdo que al principio un día pensé: «¿Y si se incendia la estación de servicio? Un incendio grande, digamos. Necesariamente tendremos que ir a vivir a otro lado». Pero yo ya era grande y una entra en razones, sabe que son malos pensamientos, los sabe apartar. Nunca le dije eso a mi marido: él tiene otro ánimo, es más parejo, siempre está conforme y eso que no tiene vicios. Pero últimamente, después de tantos años de estar ahí, me volvió un poco de esa tristeza de cuando me casé, y en invierno a la noche miro afuera; no hay un alma y me da un no sé qué. Por eso cuando llegó la carta donde nos decía que habíamos sido sorteados para ir a Embalse -yo y los chicos de la escuela- tardé un poco en mostrársela a mi marido, en parte porque estaba tan confundida que no creía que fuera cierto. El me reprochó después por qué no se lo dije enseguida. Y yo hice ver como que no me importaba mucho, no fuera que si hacía ver que me importaba mucho se arruinara el viaje. Aparte a mí me gusta la gente ubicada, sensata, tranquila: hasta por televisión se da cuenta una de cómo es la gente: miro a los actores y a los artistas y ya veo si son personas confiables, responsables o, hablando mal y pronto, si son un tiro al aire. En la carta decía que había que llevar ropa deportiva, pero yo pensé que debía llevar un vestido, y como hubo que preparar la ropa de los chicos de la escuela, me traje un vestido ni fu ni fa. Como usted ve, tengo la cara curtida por el viento; no, las manos están así de lavar. Cuando viene la noche y yo ya terminé de hacer todo, antes de ver televisión me pongo a lavar. Allá al atardecer es tan triste que yo a veces quisiera apurar al tiempo, que se haga de noche de una vez. Entonces digo: «Tengo que hacer algo útil». Y me pongo a lavar o a ordenar. Al atardecer me vienen esos pensamientos tristes que ni me distrae la televisión. Bueno, cuando llegué acá a Embalse, nunca hubiera supuesto que en el mundo había una cosa así. Yo acá en Embalse viviría toda la vida: no volvería más. El primer día que llegué me encontré perdida en esta planicie llena de gente. No hablamos con nadie, pero supimos que había porteños, entrerrianos, salteños, chaqueños y de tantos otros lugares. Recorrimos todo el lugar para ver dónde se compraban los alfajores y las postales -no como el negocio de allá, acá son negocios y negocios todos juntos-, hileras de burros y caballos con sus cuidadores, llenas las hamacas y los subibajas y todos los grupos haciendo gimnasia.
Después hablé con los maestros chaqueños; ellos se acercaron a hablar y me dijeron que para ellos era una delicia estar ahí porque les servían de comer y aparte no tenían que ir a la escuela; ellos hacían tres horas a pie de ida y tres de vuelta; por el camino paraban y tomaban mate, y también hacían sus necesidades. «Tranquilos -me dijeron-, no como esos porteños», y señalaron a la coordinadora del grupo de la Capital, «que van siempre apurados». Yo ya me había fijado en esa coordinadora, que de lejos me pareció una jovencita y de cerca vi que podía tener mi edad; eso sí, con las manos de una criatura y el pelo largo. Ella se mueve como si nadie la fuera a mirar y como si no le importara de nada, anda en subibaja y no come toda la comida que le dan en el comedor, come de una bolsa propia. A ella yo le oí decir al pasar, como si fuera algo malo: «Esa gente que tiene el televisor todo el día prendido en la casa», y yo pensé: yo lo tengo prendido todo el día, pero es para compañía. Aunque a veces no lo apago porque pienso: «Ahora va a venir algo hermoso, no sea que lo pierda». Y los chicos porteños que lleva ella, ellos inventaron un sistema para comunicarse de cuarto a cuarto; desde el primer día ellos fueron solos a comprar alfajores y ellos mismos hablaban con el cuidador para andar a caballo y le pagaban. Yo les decía a los chicos míos: «No se alejen». Ni falta que hacía, porque al principio no hicieron más que mirar, como yo. También, con todo lo que hay, esos concursos de juegos; no sé si usted estuvo en la guitarreada al aire libre que hicieron los maestros de Mendoza; yo estaba tan contenta y por otro lado me agarraba una tristeza al pensar «¿cómo fue que yo no sabía que había una cosa así?». Me agarró tristeza por los años perdidos. Bueno, hace tres noches, usted no se debe haber enterado porque no la vi, había una guitarreada en el café, con vino y empanadas. Dejé a los chicos al cuidado de Aníbal, el mayor, y me fui con los otros maestros al café. Fueron también las instructoras de los chicos de la villa, que no sé cómo los aguantan, pobres: ellas pasaron agachadas a la altura del dormitorio de los chicos y uno las reconoció: enseguida todos gritaron desde la ventana del dormitorio: «Putas, putas». Y pensar que esas chicas los instruyen por idealismo. Yo me fui con el vestido y después me sentí un poco desubicada: todos fueron de jogging y zapatillas. ¡Cuánta juventud! Toda con guitarra y con canciones nuevas y viejas, tanto ponían un bolero como esas canciones de a desalambrar, a desalambrar. Yo me puse a conversar con un profesor de gimnasia, más joven que yo. Yo no sé hasta el día de hoy cómo fue que me acosté con él. Nunca en veinte años de casada le fui infiel a mi marido, nunca conocí a otro hombre. Y yo quiero que me comprenda bien: yo no soy ninguna descocada ni tampoco una mujer desubicada; le tengo gran estima a mi marido y por suerte nunca va a enterar de lo que pasó: pero yo con el profesor de gimnasia conocí otra cosa, como si se me hubiera abierto la cabeza, como si hubiera entrado en otra dimensión. Estaba él con su jogging azul -ni siquiera le podría decir si él era lindo o no; recuerdo que me dijo que era una mujer interesante, cosa que no creí- y por lo poco que sé de la vida, siempre me di cuenta de que era una aventura y nada más. Entiéndame: no me enamoré ni cabe enamorarse a mi edad, y además, mirándolo fríamente a mi profesor de gimnasia, hasta podría ser que tuviera pinta de haragán. Jamás me casaría con un hombre así. Después él me buscó y yo no quise saber nada de él: ya tenía suficiente para pensar. ¿Sabe en lo que yo pienso? En cómo vuelvo yo a mi pueblo. Estoy acá, hablo con los maestros salteños, que me cuentan su pobre vida de allá, más pobre que la mía; escucho el altavoz y pienso que si en este lugar hay un mundo cuánto más habrá más allá, en todos lados, y ahora que estamos por volver, no hago más que preguntarme: ¿cómo vuelvo yo a mi pueblo?
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Hace 6 años
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